miércoles, 19 de febrero de 2014

- También te han dejado aquí -dijo sentándose a mi lado-. Yo sigo esperando una explicación.

Una mañana perdí el tren. Una mezcla de frustración y alivio me invito a sentarme en uno de aquellos bancos de cemento, ahora por fin sin inquilinos. Esperaba un milagro: que el tren diera marcha atrás, o que el siguiente tuviera un adelanto de, al menos, tres cuartos de hora. Pero nada de esto ocurrió. En su lugar escuché desde el fondo de la estación, el ritmo del Payaso del Andén. Se detuvo junto a mí, fue haciendo cada vez más imperceptible su canción, bajo los brazos y ladeo poco a poco su cabeza hasta hacer coincidir sus ojillos redondos y de mirada penetrante con los míos.
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- También te han dejado aquí -dijo sentándose a mi lado-. Yo sigo esperando una explicación.

Debía rondar los cuarenta años, a pesar de que su aspecto fuera casi el de un viejo. Sus ropas parecían buenas aunque, al igual que el rostro, mostraban entre sus pliegues el maltrato del tiempo. No siempre fue así. Hubo una época en la que su aspecto era el de todo un universitario. Paseaba su descreída languidez por calles y veredas preparándose para una actividad hacia la que se encaminaba sin fe, sólo arrastrado por el imaginario cordón umbilical del miedo a ser el causante de una nueva traición. Con toda seguridad hubiera sido un mal abogado.

Ateo y rojo, en otro tiempo sería un revolucionario pero, como toda su generación, había llegado algo tarde. Según me confesó, alguna vez llegó a desesperarle la idea de no merecer la vida, de no haber luchado lo bastante, de no haber descubierto su camino. Tal vez por eso estaba allí, aguardando una explicación, un porqué a su falso destino.

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