miércoles, 19 de febrero de 2014

Mi primer verano, mi último verano.

Cuando abriste la caja vi tus ojos. Estaban muy abiertos, con una expresión entre alegre y sorprendida. Me cogiste en brazos y pegaste tu cara a la mía, como si quisieras que mi carne se hiciera parte de la tuya. Me levantaste por encima de tu cabeza, siguiendo el dictado de un rito ancestral de aceptación, y juraste que siempre me querrías.

Mi primer invierno, era primavera.

Crecí devorando tus caricias, anhelante, siempre pocas. Corría entusiasmado tras cada juguete que lanzabas. Al principio sonreías , te admiraba cualquier gesto, mis tropiezos y mis juegos inocentes. Pero con el tiempo leí en tu mirada lagunas de impaciencia, de tolerancia siempre al límite. Mi tamaño estorbaba, mi fisiología hería. La lenta e incómoda rutina hacía de mí menos compañero y más estorbo.

Mi primavera fue otoño.

Aquel día no hubo paseo. Llevaste una pelota, desprendiste la correa de mi cuello y su lugar lo ocupó una cuerda que me ahogaba. Subimos al coche y nos marchamos. No me miraste ni una vez en el trayecto, incluso apartabas mis caricias con las manos. Yo lamía aquella cuerda y, sin comprender, trataba de atraer de nuevo una sonrisa. El coche se detuvo. Te giraste y me dijiste unas palabras. Justificaste la tranquilidad de tu conciencia y, con un gesto mil veces repetido, lanzaste muy lejos la pelota. Yo ladré desesperado por cogerla, por desasirme de la cuerda que me retenía, por revivir aquellas miradas de orgullo ya olvidadas. El juguete se perdió entre la hierba y yo con él quedé huérfano de ti. Sólo huellas de neumático en el suelo, polvo cegador levantado por el viento y de tu calor, nada.

Mi primer verano se hizo invierno.
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