miércoles, 19 de febrero de 2014

Colección

Dicen que recuerdas mejor la primera vez que te ocurre algo. Con el tiempo he acabado por creerlo. Aquella fue la primera vez que me ocurrió, la primera de muchas. Fue la primera vez que reparé con lascivia en las manos de otra mujer.

La situación era bastante vulgar, como casi todas las que acaban por representar algo en la vida. Ella era la madre de uno de los compañeros de clase de mi hija y ambas aguardábamos a los niños a la salida. Yo charlaba de alguna estupidez con alguien, y el mundo se detuvo. No me había dado cuenta hasta entonces de sus manos, pero el sonido de unas pulseras me despertó de esa mal llamada realidad para transportarme a un nuevo sendero que jamás había hoyado, arrastrada por la cadencia de un movimiento serpentino, por el tintineo metálico de los abalorios, por la belleza primitiva de la carne. Admiré la finura de sus dedos, la extensión de sus uñas, los pliegues de su piel. Las imaginé tomándolas entre las mías, acariciándolas, besándolas, oliéndolas; recorriéndome, rozándome, clavándose en mí.
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