Tenía que presentarle mis respetos. Era preciso que, en cuanto acabaran los vaivenes, la abordara y le dijera lo bien que había vencido a las fuerzas de la física, el edificante espectáculo de contemplar su rotundidad encajada con gracia en aquellos asientos seis tallas menores; la encomiable valentía que demostró al ceder a los ruegos de sus nietos por subir a aquel infierno. Finalmente, auxiliada por un par de operarios, paseó su trastabillante figura frente a mis ojos y esto me animó a seguirla.
- Señorita -ya se que era un decir-. Señorita, por favor...
Estaba a punto de acercarme a ella y contemplar sus hermosos ojos de color indefinido (no tanto por lo inusual de su pigmentación, sino más bien por la imposibilidad que tenía de mantenerlos quietos en sus orbitas. Aún duraba el efecto de los giros) cuando sentí el recio tirón de manos masculinas en mi manga. Se trataba de uno de los cobradores, que con infinita sabiduría me espetó:
- Maestro, no debe pisar por ahí...
Y que razón tenía el hombre. Sus palabras parecieron salidas de lo más hondo de mi conciencia. Me advertían del peligro de la hembra. Del riesgo de volver a caer en el embeleso del que tanto me ha costado salir otras veces. De la dulce pereza en la que tiendo a sumirme cuando Cupido clava sus saetas en mi pecho. "Las mujeres son malas", me repetía mi madre olvidándose de su propia condición. “Tú eres un pobre ‘guanajo’ con veleidades poéticas y no te das cuenta de que son todas unas ‘lagartas’ que lo único que quieren es trancar a uno como tú para vivir de mi dinero y después enroscarte una buena cornamenta por todo lo alto. ¡Ay, si tu padre levantara la cabeza…!” No, definitivamente no debía volver a pisar por allí.
- Se lo digo -continuó el cobrador-, porque puede escachar sin querer las gafas de la señora. Usted ya me entiende...
- Señorita -ya se que era un decir-. Señorita, por favor...
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- Maestro, no debe pisar por ahí...
Y que razón tenía el hombre. Sus palabras parecieron salidas de lo más hondo de mi conciencia. Me advertían del peligro de la hembra. Del riesgo de volver a caer en el embeleso del que tanto me ha costado salir otras veces. De la dulce pereza en la que tiendo a sumirme cuando Cupido clava sus saetas en mi pecho. "Las mujeres son malas", me repetía mi madre olvidándose de su propia condición. “Tú eres un pobre ‘guanajo’ con veleidades poéticas y no te das cuenta de que son todas unas ‘lagartas’ que lo único que quieren es trancar a uno como tú para vivir de mi dinero y después enroscarte una buena cornamenta por todo lo alto. ¡Ay, si tu padre levantara la cabeza…!” No, definitivamente no debía volver a pisar por allí.
- Se lo digo -continuó el cobrador-, porque puede escachar sin querer las gafas de la señora. Usted ya me entiende...
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